martes, 23 de febrero de 2010

'El hombre demolido'

Soy consciente que en sesenta años las florituras en la prosa pueden cambiar mucho. De hecho, hasta la propia prosa podría cambiar mucho. Es como las series de televisión. ¿Alguien se imagina cómo podría ser 'La casa de la pradera', por poner un ejemplo traído por los pelos, en versión siglo XXI? Desde luego habría bastante más sexo —incluso explícito— y mucha más sangre —rayando el gore— del que hubiera entonces. Y eso que era la década de los 70 —tan solo 40 años atrás;—. ¿Cómo hubiera sido esa serie rodada en los años 50? En cualquier caso una cosa es ser consciente de la teoría y otra bien distinta vivirlo en primera persona.

Me lancé a comprar 'El hombre demolido' porque voy así por la vida: comprometiendo la capacidad de ahorro de mi núcleo familiar para satisfacer mis deseos de coleccionista inmaduro. O, dicho de otra forma, porque sufro incontinencia adquisitiva cuando de libros se trata. En realidad de casi todo en general, pero no vamos a desviarnos demasiado del asunto ahora, que era dar alguna opinión sesuda sobre el libro en sí.

Ya de entrada, el «demolido» del título suena, para un oyente nacido en España —en particular en Canarias— como muy de telenovela sudamericana —con perdón del respetable lector cuyo origen sea el continente Americano, en su mitad meridional—. ¿Quién diría hoy en día algo como «cariño, amoL mío, me tienes demolido»? Lo del «amoL» está puesto adrede. Vamos, que ya me sonaba un poco… pasado de moda.

Me atrajo —como si a estas alturas tuviera valor diferencial alguno ese «me atrajo»— que había ganado el primer Premio Hugo (de 1953). Cierto es que el amigo adastra ya advertía que un premio Hugo no necesariamente equivalía a un texto de calidad. Pero bueno, para ser francos, lo había comprado antes de su… mmmm… esto… advertencia. Y no siempre se tiene la posibilidad de echarle una lectura al primer libro premiado en los Hugo.

Lo que anticipaba un título un poco… ¿pusilánime?… acabó convirtiéndose en una confirmación. A mí, particularmente, la prosa del libro me pareció desfasada. Ya desde el principio parece un libro viejo hablando de cosas que no han sucedido aún. No digo que sea una mala combinación. Existen películas, cambiando de medio, que combinan ciencia ficción —futurista, obvio— con marcada estética de cine negro de los años cincuenta (o no tan antigua la susodicha estética) que consiguen un resultado impactante y verosímil. Pero en este caso el libro, tal vez por el medio en sí, no consigue transmitir nada de verosimilitud. Impactar, menos aún. No engancha.

      @kins la miró con malos ojos, observando cómo caían las semillas aladas. Luego clavó la mirada en el hombrecito:
      —Escapatoria semántica, Bernard. Usted vive de rótulos, no de objetos. Así se escapa del mundo. ¿De qué huye, Bernard?
      —Tenía la esperanza de que me lo dijera usted, doctor @kins —replicó Walter.

Anecdótico fue que al poco de empezar me vi sorprendido con lo que parecían errores de imprenta. Tal vez alguien se dejara el traductor de caracteres activado al enviarlo a la máquina. Con cierta frecuencia, te vas tropezando con cosas como «@kins» (que supongo se leerá Atkins -y en español «Arrobakins»-) o «Duffy Wyg&» en los párrafos que componen la obra. ¿Cómo se leería el último? ¿«Wygand»? ¿«Wygampersand»? ¿O, en español, «Wygy»? Errores que, a mi entender, restan credibilidad a la lectura. Más risa —de la de desprecio— que atención, es lo que consiguen estos casos especiales. O, tal vez, se trata de un modo intencionado de dar modernidad a un texto que bien podría ser una novela negra policíaca protagonizada por freaks, en su concepción más siniestra y monstruosa, con poderes sobrenaturales. Bueno, no tanto. La telepatía tampoco es como para considerarlo un arte arcano y tenebrosa, más propio del Necronomicón que de una novela policíaca con ramalazos cienciaficticios y psicopedagógicos con tintes de efervescencia psicotrópica. ¿No?

En fin, un Premio Hugo de 1953 que no merece mucho la pena invertir el tiempo que se emplea en leerlo. Hay cosas mejores que hacer con ese tiempo —como ayudarme a pintar las paredes de mi casa—. Queda como curiosidad. Para los futuros historiadores que quieran descubrir en qué invertíamos el dinero a la hora de conceder los premios. Tal vez haciendo un ejercicio de abstracción, uno pudiera llegar a leerlo con la inocencia y la mentalidad de alguien que tuviese veinte o treinta años en 1953. Pero dudo que ese ejercicio merezca la pena con este libro. Obsoleto y carne de trastero.

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