viernes, 14 de mayo de 2010

Los preliminares laborales

Hoy me he levantado algo nostálgico, y con eso de que llevo una racha por el estilo y que los medios no hacen más que recordarnos la precariedad del mercado laboral, he decidido arrancar una nueva saga que he catalogado como 'memorial del besugo', en honor a mí mismo, y en la que contaré, así en plan abuelo cebolleta mi escasa experiencia laboral que tan solo se remonta a unos 15 años ya.

No, no todo será sobre la industria informática. Aunque poca cosa, también he picado de otras profesiones.

Nunca he sido especialmente aficionado al trabajo físico. Es más, mis padres podrán dar fiel testimonio de que siempre he rehuido, de las formas más imaginativas posibles, o simplemente profiriendo berridos y alaridos, cualquier forma de ejercicio laboral que implicase sudar, agotarme o, simplemente, desplazarme cuando estaba echado disfrutando de alguna película. Vamos, gandul desde la cuna.

Sin embargo, con la mayoría de edad recién rascada, una nada merecida contractualmente hablando paga semanal era insuficiente para mis ínfulas de larva consumista. Así que, cuando se me brindó la posibilidad de sacarme unas cinco mil pesetillas laborando los fines de semana, no lo pensé demasiado y dije que sí a la oferta de mi tío para que colaborase, cobrando en lo que vulgarmente se llama en negro, la susodicha cuantía por prestarme a cargar, cual mulo en proceso de ilustración y humanización, material sensible —y no tan sensible— con el que se montaban y preparaban los conciertos en aquella época, que de forma general, se desarrollaban en el Estadio Insular.

Confieso que, aún siendo alérgico al trabajo duro, cuando del género físico hablamos —lo mío siempre ha sido más intelectual, casi platónico con el trabajo—, me lo pasaba bastante bien acarreando maderos, metales, cables y, cuando la confianza abundaba, algún aparataje de índole eléctrico o electrónico y de especial delicadeza con el que se mezclaban los sonidos o se manipulaban los focos. Además de por la alevosía y nocturnidad de nuestras actuaciones, cuyo mayor delito era el pecado de estar despiertos a tan intempestivas horas monta que te monta y desmonta que te desmonta, el trabajo era duro y agotador. Mala combinación cuando tienes que cargar con material que pesa treinta kilos y tú apenas te mantienes en pie del sueño. Y en mi caso, además, agravado con una fisionomía de enclenque irreversible. Suerte que, ya entonces, era bicho noctámbulo que, sumado a las expectativas de tamaño ingreso y beneficio, hacía que el sueño no pegase en mí. Casi siempre. Pues confieso que, ya puestas a estar en plena confesión una más que abunde no hará daño, una de las veces di una cabezada en mitad de un concierto. Creo que era de Luz Casal y, pese a no sentir nada en particular ni con ella ni contra ella, la verdad es que ni el ruido del equipo de sonido, ni de la gente gritando en las gradas del estadio, consiguió evitar que cerrase los ojos por unos minutos. No hay nada como el ejercicio físico y la sensación de un trabajo bien hecho para dormir a pierna suelta.

Lo de disfrutar de un concierto era poco habitual. En realidad tampoco trabajé tantos fines de semana como para poder establecer lo que caía dentro de lo normal y lo que habría de quedar fuera, pero de los fines de semana empleados en tan lucrativa actividad creo que sólo entramos a dos conciertos. Lo habitual era montar el escenario por la tarde noche, que el concierto se celebrase en la siguiente noche y nosotros recoger por la mañana del siguiente día. Viernes, sábado y domingo. Ese era el compás. Siempre que confíe en que la memoria no me la esté jugado. Pues ya se sabe que la memoria y la historia rara vez son compatibles, y poco más quiero ahondar en este binomio que forma expresiones tan mediáticas como 'memoria histórica'. Pero por cierto hay que tener que mi memoria me falla muchas veces y es posible que el proceder común fuese de otra forma. Sin embargo esto es lo que yo recuerdo. Viernes por la noche montas, sábado por la noche concierto, domingo por la mañana desmonte y almacenaje. El equipo caro no, claro. Ese se montaba poco antes del concierto y se recogía inmediatamente. Pero esto era más bien ligero, en poca cantidad y se encargaba otra gente de su transporte, colocación y uso. Gente a la que rara vez veíamos pues nosotros actuábamos antes y después de llegar e irse ellos. Nosotros éramos los del armazón, los del continente, los del escenario. Casi siempre.

A veces, sin embargo, un partido o la necesidad de tener el material en otra punta de la isla para encadenar conciertos nos hizo casi trabajar de corrido. Montar, gozar del concierto, desmontar y guardar. O trasladar a otro sitio y repetir ciclo. En estas ocasiones lo lógico era esperar en las proximidades a que terminara el concierto para, en tiempo récord, recuperar hasta la última astilla. Y no se me ocurre nada más cercano que estar en las mismas gradas del concierto. Creo recordar que así disfruté dos, el de Luz y uno dedicado a la música salsa. Y hasta ahí soporté la experiencia de los conciertos. No me gustan las aglomeraciones de personas y no aprecio, en general, los berridos en directo. Eso sí, Luz Casal llegó a un ensayo de sonido horas antes del concierto y, perdónenme los fanes de la susodicha, parecía una jacosa desesperada por su dosis de metadona. Esa fue una buena anécdota.

Las operaciones de carga y descarga, de montaje y desmontaje, duraban horas. Así no era extraño llegar a casa a las cinco de la madrugada habiendo empezado a las diez u once de la noche, reventado y hecho una verdadera mierda pues la ropa estaba como para ir directamente al cubo de la basura. Hay que ver la cantidad de hollín y polvo que se acumula en el material empleado en los escenarios de los conciertos. Años de laca de sustrato de detrito es lo que había en esas superficies que, con esfuerzo y dedicación, rozaba por toda mi ropa durante el transporte de un punto A a un punto B a una velocidad moderada dada mi escasez de fibra muscular. Y la verdad, tras cada experiencia no me quedaban muchas ganas de repetir. Pero gracias a estos infrecuentes ingresos que se repitieron durante unos meses, pude llevarme dinerillo contante y sonante en el bolsillo con el que pagarme algún capricho en mi visita a la Expo del 92. De hecho, el mismo día que embarcaba hacia la Expo terminé de desmontar un escenario, fui a casa, me duché y salí para el muelle a coger el barco. Y ese sí que fue mi último escenario. Terminaba la temporada de conciertos y yo ya no repetiría al año siguiente.

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