martes, 20 de noviembre de 2012

La danza del quebrantahuesos

A Charles Darwin, durante su visita a Las Islas Galápagos, le intrigó sobremanera la fértil variedad de especies y cómo, siendo algunas tan parecidas entre sí, perteneciendo al mismo género, eran distintas según la isla donde se encontraban. O las diferencias de estas especies de las islas con las que catalogara en el continente. Fue ya ordenando sus notas de las islas, tras un viaje de cinco años, que propuso su famosa teoría de la evolución. Así, cada ecosistema, aún teniendo especies similares, acaba premiando unas u otras características. Está claro que, en este caso, el premio es la pervivencia de la especia. Cada ecosistema con sus particularidades.

Las democracias no dejan de ser también una forma de ecosistemas. En este caso se aprecian reglas distintas, pero a fin de cuentas, el «ciclo de la vida» no deja de ser un circuito de realimentación, que premia unas decisiones y castiga otras. Aunque a veces tengan que pasar décadas entre el acto o causa, y el efecto de la acción. Y entre el que la hace y el que la paga. De estudiar estos ciclos se encarga la dinámica de sistemas, pero de eso ya hablamos en otro momento. En este caso me interesa la parte "eco" del término, porque quiero hablar de géneros y de especies. Estoy pensando en una en concreto, el político.

Queda claro también que, como con Las Galápagos y sus pinzones, cada democracia, cada país, tiene sus propias variantes de políticos. Unas veces más diferenciadas que otras, pero lo que siempre hay y habrá son diferencias. No hay dos especies idénticas. Por mucho que la gente quiera generalizar, por aquello de simplificar, nunca será igual un político holandés que un político francés, y este será siempre distinto de uno italiano, portugués o español. Diferentes islas, distintas especies. Cierto, las diferencias podrán ser ridículas, pero lo que importa es que las hay. Algo tan sutil como los valores morales, o el sentido de utilidad social de su labor, pueden marcar una gran diferencia iteración tras iteración del ciclo social. Ya lo predice la Ciencia del Caos, pues no en vano según que ala bata con mayor fuerza una mariposa monarca al salir de su rama en México, puede devastar Nueva York con un ciclón, o condenar a otro año de sequía al Kalahari. Y sí, todos son sumamente parecidos, pero un chimpancé y un humano comparten el 98% del ADN, y bien que nos apresuramos a notar las marcadas diferencias —en este caso supuestamente a nuestro favor— inherentes a tan escaso 2%. Definitivamente, cada país tiene una especie de político distinta. Y en el largo plazo, la mínima diferencia de sentido ético y deseo de función social de un político alemán comparado con uno español puede abrir abismos de realidad de su sociedad, y su correspondiente bienestar, cuatro décadas después.

Volviendo al "eco" que prefija el sistema, un mismo género ocupa posiciones distintas allí donde tenga que sobrevivir la especia que agrupa. En todos los ecosistemas formará parte de la cadena alimenticia, de una forma u otra, ese «ciclo de la vida» que cantaban en El rey león. Aunque a veces tendrá un marcado carácter de depredador, de depredable o, directamente, de carroñero. En España, por desgracia, nuestros políticos caen principalmente en este último grupo. Siempre hay excepciones, cierto, pero en este caso no «hacen la regla» sino que nos recuerdan permanentemente aquello de lo que carecemos y, por ende, preferimos ignorarlos despiadadamente no fueran a recordarnos constantemente la mediocridad de nuestros soberanos estadistas. Así que, por simplificar, aún en deterioro de la credibilidad de algunos buenos políticos, concluyamos que los nuestros, los de aquí, los de siempre —los de vocación reciente y los herederos de los ministros de ayer— caen mejor en el grupo de aquellos que carroñean dentro de nuestro particular ciclo de la vida.

Pero es el ciclo de la vida, un ecosistema, y eso significa que, aun siendo de poco agrado, cumplen una función y tienen algo que aportar al sistema. Por ejemplo, ayudar a que un trozo de carne pútrida sea digerida, pase a un estado de heces más fáciles de degradar por bacterias y, por tanto, luego alimentar a las plantas del entorno que crecerán más rápidamente. Pero hay veces que ni eso. El quebratahuesos, al igual que la hiena y el cocodrilo, tiene un estómago a prueba de todo. El ácido de su estómago es más corrosivo que el de una batería de coche, que ya es decir. Con tal portentoso estómago, es difícil que sus heces, ricas en calcio y ácido úrico, aporten gran cosa a otras especies del entorno. Salvo con su propia carne muerta, cuando su vida termina, y abona a plantas y alimenta a otras especies. Pero son animales de larga vida y, aún con su carne, no devolverán todo lo que consiguieron en vida. Pero aún es más, me arriesgaría a decir que allí donde caga el quebratahuesos, no vuelve a crecer la hierba durante mucho tiempo. Y eso, creo yo, es lo que nos pasa con nuestros políticos. Ciclo democrático, tras ciclo democrático, la cantidad de excremento no aprovechable que vamos acumulando de estas magnas e ilustres aves carroñeras, empiezan a resultar asfixiantes.

Con el quebrantahuesos pasa, empero, un fenómeno extraño. Algo que no sucede con otros animales que caen en su grupo. Es también un ave magnífica, y con su vuelo y sus alas desplegadas, nos embauca. Verlo sostenerse en el aire, sobrevolando el valle, o rozando los altos picos de una montaña, ahí con las alas extendidas y detenidas, flotando, como sucede con la mayor parte de la familia de rapaces, es de esos espectáculos que hipnotizan. Es un baile, una danza hermosa, de la que uno puede pasar horas disfrutando, que a uno le gustaría emular y experimentar en propias carnes, olvidando siempre que, en última instancia, el que la practica es un carroñero. Esto también pasa con nuestros políticos, que consiguen distraer, con su danza política, cual es su naturaleza basta y original y que es aquello que los mueve, que no es otra cosa que alimentarse de los despojos de una sociedad que van corroyendo hasta su tuétano. Pero todo espectáculo, por majestuoso, natural (o sobrenatural) y fascinante que sea, acaba aburriendo por repetitivo. ¿Estará pasándonos esto con nuestra fauna de estadistas?

Al carroñero lo define tanto su condición de tal como la necesaria existencia de la carroña. Y si nuestros políticos son al quebratahuesos, nosotros, por tanto, somos sus desahuciadas víctimas y sus efímeros herederos. Miren al cielo, a ver si ven alguno de estos majestuosos pajarracos sobrevolándoles. Con suerte no los observarán con ánimo alimentario, pero recen para que la próxima defecación no les caiga en la boca abierta de tanto estirar el cuello para atrás.

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